Leyendas urbanas de Uruguay - El fantasma de Horacio Quiroga

sábado, 26 de octubre de 2013


EL FANTASMA DE HORACIO QUIROGA



Según los registros más fieles, la última vez que Horacio Quiroga puso un pie en Salto fue hacia fines del año 1902 o principios del 1903, cuando ya estaba radicado en Buenos Aires luego del trauma que le había provocado la muerte de su amigo Federico Ferrando. Juró entonces -cosa que literalmente cumplió- no regresar jamás en su vida. Las razones parecían justificadas: la ciudad natal, para Quiroga, no era otra cosa que un enorme signo de su desdicha personal. Salto había sido el escenario de dos muertes que calaron hondo en su espíritu (la de su padre Prudencio en 1879, y la de su padrastro Ascencio Barcos, en 1891). Fueron los salteños quienes desdeñaron con indiferencia sus ejercicios literarios en Gil Blas y en La Revista; y era también salteño, finalmente, el hermano del alma que acababa de morir, víctima de su propio descuido. Nada parecía haber en Salto que el precoz escritor -por entonces de apenas veinticinco años de edad- pudiera asociar con la felicidad o siquiera lejanamente con la alegría.

Sin embargo, muchos son los biógrafos que han advertido que, hacia los últimos instantes de su vida, Horacio Quiroga planeó casi secretamente una íntima reconciliación con el suelo natal. En buena medida, este propósito ya podría adivinarse considerando con atención la correspondencia quiroguiana hacia la época de su segundo exilio misionero y las reiteradas ocasiones que en ella el escritor recuerda con cariño y nostalgia las ya lejanas horas de la juventud. En algunas, como las cruzadas con Fernández Saldaña, Quiroga habla a menudo de rostros, de nombres y de amigos del Salto, y cuenta con insistencia humorísticas anécdotas y recuerdos allí vividos. En otras, como las mantenidas con su amigo y coterráneo Enrique Amorim, el escritor habla mucho más explícitamente de un proyecto general de "rever el paisaje salteño", proyecto que incluía no solamente una revaloración de las posibilidades estéticas del recuerdo del terruño sino también, acaso, una vuelta al hogar ("Al fin y al cabo -escribió una vez- hasta los elefantes van a morir todos al sitio dónde dieron sus primeros trotes". De hecho, este último propósito estuvo muy cerca de concretarse hacia el año 1935 cuando el propio Amorim le realizó una invitación al chalet "Las Nubes", que Quiroga a la postre rechazaría alegando su voluntad de evitar los previsibles homenajes oficiales. 

No obstante, la verdadera razón por la que el proyecto quiroguiano de la recuperación del Salto quedó finalmente trunco fue mucho más drástico: poco tiempo más tarde el escritor comenzaría a padecer los primeros síntomas de un irreversible cáncer gástrico, y tanto su salud como su desequilibrado estado anímico lo arrastraron obligatoriamente hacia Buenos Aires. Allí, aquejado por el sufrimiento y la soledad, la idea del suicidio se instaló en su mente con más fuerza que la del regreso. Sin embargo, es verosímil que hacia sus últimos segundos, y ya de cara a Dios, Quiroga siguiera pensando, como en un sueño, en su Salto nativo. Pensó tal vez -como había dejado escrito en el Diario de Viaje a París- que solamente en Salto había encontrado alguna vez diversión. Que entre los amigos que lo acompañaron fielmente durante toda su vida figuraban muchos salteños. Que fueron los primeros escritos salteños, acaso, los únicos que le produjeron verdadera felicidad creativa. Que la absurda Comunidad de Los Tres Mosqueteros -precursora del célebre Consistorio del Gay Saber- fue una de las experiencias más delirantes que alguien pudiera imaginar. Que los carnavales salteños le proporcionaron el conocimiento de algunos amores imborrables; y que fueron muchos también, en definitiva, los buenos recuerdos de su vida de estudiante en el Instituto Politécnico. Es también verosímil suponer que la fatídica noche de febrero de 1937 en que Quiroga entró en la muerte en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires, luego de ingerir una fuerte dosis de cianuro, llevara todas o siquiera algunas de estas imágenes impregnadas en su retina.

Pues bien, tal es la razón, y no otra, por la que el fantasma de Horacio Quiroga se aparece todavía en tantos lugares del Salto: para conseguir, desde el más allá, la anhelada vuelta al hogar que su cuerpo humano no pudo alcanzar en vida. Tal vez también por esta razón, los lugares en que con más frecuencia se manifiesta su espectro sean las dos casas que éste habitó en la ciudad. En la primera, ubicada sobre calle Uruguay, sucesivos inquilinos han visto ciertas noches al fantasma de Quiroga deambulando por la oscuridad de los corredores, envuelto en una larga manta de color rojo; y en la segunda, la casona ubicada sobre Avenida Viera en que funcionaba hace no mucho tiempo la llamada "Escuela al Aire Libre", suele presentarse a los niños, caseros y cocineros del centro educativo, la mayoría de las veces sentado en una silla de hamaca ubicada junto a la estufa del lugar, aunque también hacia los terrenos del fondo, revolviendo las plantaciones de verduras o utilizando clandestinamente las herramientas del galpón. En tales casos, el fantasma aparece invariablemente con el aspecto con que recuerdan a Quiroga sus últimas fotografías: enflaquecido, la piel arrugada y amarillenta, la espesa barba comiéndole la cara, la mirada triste y como perdida en el vacío. Pero no son por cierto éstos los únicos sitios de sus póstumas peregrinaciones salteñas. Por el contrario, se refieren apariciones suyas en la zona de la Costanera Sur, más precisamente en los alrededores del Mausoleo erigido en su nombre y en el que está ubicada la famosa -y también maldita- urna de Ezria que guarda sus terrenales cenizas. Igualmente, hay testimonios que aseguran la presencia del fantasma de Horacio Quiroga re-editando en bicicleta la célebre travesía Salto-Paysandú, pedaleando muy orgulloso con su camiseta del Club Ciclista Salteño.

Tales apariciones salteñas del espectro de Quiroga, naturalmente, suelen promover el espanto de sus ocasionales testigos. Sin embargo, viéndolo de otro modo, son la cosa más natural del mundo. Al fin y al cabo ¿qué otro destino más conveniente para el fantasma de un hombre que en toda su vida no fue sino un perpetuo desterrado, que el de intentar recuperar, al cabo de ésta, el familiar sabor del suelo natal, vale decir, regresar a las entrañas mismas de la madre tierra?

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